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jueves, 21 de octubre de 2010

Vuelve la Tasa Tobin en versión 2.0




El sector financiero ha sido sin duda el gran beneficiado del proceso de globalización. La liberalización acelerada de los mercados de capitales se ha traducido en un crecimiento exponencial de los intercambios financieros. Su volumen supera ya el 70% del PIB mundial, y sigue creciendo. El Banco Internacional de Pagos de Basilea aportaba un dato revelador: el mercado de divisas en abril de 2010 movía un volumen un 20% superior al de 2007, antes de la crisis. Esto significa que cada día se realizan operaciones cambiarias por valor de cuatro billones de dólares, pero solo un 2% llevaban asociados intercambios comerciales.
Y si la actividad financiera se recupera a un ritmo muy superior a la economía real, también es cada vez mayor el efecto de contagio en caso de burbujas especulativas sobre diferentes sectores de la economía. Los mercados alimentario, inmobiliario o energético son ejemplos válidos. Según la consultora Mckinsey, el sector financiero duplicará sus resultados de aquí a 2016 y la identifica como la actividad más rentable del mundo, incluso por delante de la industria extractiva. El FMI ha señalado recientemente que está "insuficientemente gravado y es quizás demasiado grande", por lo que propone medidas correctoras sobre "el exceso de beneficios" de la actividad financiera. Hoy son necesarias propuestas que aborden su deficiente regulación y su excesivo tamaño, pero que tengan también un claro potencial recaudatorio.

Y es que, como consecuencia de la crisis económica y la crisis de la deuda soberana, muchos Gobiernos se han visto abocados a adoptar planes de rigor que se han traducido en recortes considerables en prestaciones sociales y subidas inmediatas de impuestos, en particular al consumo. Tan solo en Estados Unidos, el rescate del sector financiero costó a los contribuyentes más de 700.000 millones de dólares. Sin embargo, los beneficios anunciados por la banca durante el primer semestre de este año rondan el billón de dólares a nivel global, sin que ello haya resultado en un aumento, cuando menos equivalente, en el acceso al crédito para las familias y las empresas.

El impacto de la crisis ha sido aún mayor en los países en desarrollo, que encuentran dificultades para acceder a sus habituales fuentes de financiación y soportan reducciones drásticas en la ayuda al desarrollo de los donantes. En los países más pobres la crisis se traduce en hambre y en una mayor dificultad para cubrir las necesidades básicas como la educación o la salud. Oxfam ha calculado que la crisis económica ha creado un agujero fiscal de 65.000 millones de dólares en los países más pobres y todavía hoy una de cada seis personas en el mundo no sabe si podrá comer al día siguiente.

El comportamiento irresponsable de determinados componentes del sector financiero ha estado en el origen de la crisis. Las medidas que se adopten han de ser progresivas y recaer de manera especial sobre quienes nos han conducido a este desequilibrio económico, contribuyendo al coste de la recuperación al mismo tiempo que se aborda una reordenación de fondo contra la especulación excesiva.

Después de un período de impasse, hoy por fin tenemos una batería de propuestas a debate. Una de las alternativas con mayor capacidad, por su potencial impacto recaudatorio, y por su efecto corrector, es la aplicación a nivel global de una tasa sobre las transacciones financieras internacionales (TTF). Una idea muy simple, pero muy efectiva: aplicando un impuesto muy pequeño (de solo el 0,05%) sobre todas las transacciones financieras internacionales podrían recaudarse más de 300.000 millones de euros anuales. Trasladado al escenario español, podrían recaudarse hasta 6.300 millones de euros anuales según la Fundación Ideas.

Esta medida se aplicaría sobre las transacciones financieras internacionales entre operadores profesionales, con un amplio perímetro de cobertura, incluyendo las que se realicen fuera de los mercados organizados y sobre los derivados financieros. El 80% de estas operaciones son esencialmente especulativas o de muy corto plazo, totalmente al margen de la economía real. La fuerza recaudatoria se acompañaría de una capacidad de reducción de la volatilidad del mercado al penalizar los movimientos rápidos y sucesivos. Su peso es insignificante para la inversión real, incentivando entonces sí las actividades productivas.

Considerando que se trata de una tasa minúscula, lo razonable es pensar que su limitado coste sea absorbido por los operadores mismos, dada la inercia de competitividad de los mercados, sin repercutir de manera directa sobre la ciudadanía ni sobre los intercambios comerciales. Es ahí, sobre los agentes profesionales, sobre los que recae el efecto de recaudación y regulación de la TTF y no sobre la ciudadanía en general.

Los recursos obtenidos se destinarán a reducir las desigualdades sociales a nivel internacional y contribuir a combatir la pobreza y los efectos del cambio climático. Este "dinero nuevo" debe ser complementario a los compromisos ya adquiridos de Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) y no deberán ser nunca una excusa para sustituir la meta de alcanzar el 0,7% del PIB nacional para cooperación, algo esencial para que se cumplan los Objetivos de Desarrollo del Milenio hoy seriamente amenazados tras los limitados acuerdos de la reciente cumbre de Nueva York.

Esta no es una iniciativa nueva ni tampoco aislada. Fueron los propios Gobiernos los que recogieron una vieja propuesta apoyada por numerosas organizaciones sociales, como forma de abordar la necesidad de hacer contribuir al sector financiero, tras las gigantescas inyecciones de recursos recibidas. Primero Angela Merkel en la cumbre del G-20 de hace un año en Pittsburgh y jefes de Estado como Sarkozy o Zapatero en la reciente cumbre de Nueva York, han mostrado su voluntad de defenderlo en los ámbitos internacionales. Más de 350 economistas de prestigio internacional como Stiglitz, Krugman o Sachs han respaldado públicamente la factibilidad y adecuación de la medida.

Hace 30 años, en un momento de fuerte inestabilidad en los mercados cambiarios, James Tobin retomó el planteamiento inicial de Keynes de gravar los mercados especulativos de divisas. La aplicación de esta tasa sobre las transacciones en divisas estaba entonces esencialmente planteada con la intención de reducir su volatilidad. La TTF hoy viene a ser una versión actualizada al siglo XXI de la tasa Tobin, extendiéndola a todo tipo de transacciones financieras internacionales, con un gravamen más reducido, ajustado a la capacidad del mercado y a los nuevos soportes tecnológicos.

La iniciativa debe entenderse no como una decisión cerrada, absoluta, para la que solo vale el todo o nada. Es perfectamente viable secuenciar su puesta en marcha, establecer un plan de aplicación y modular el esfuerzo en función de los instrumentos sobre los que se aplica. La barrera fundamental ha sido la falta de voluntad de los Estados para superar cuestiones operativas y hacerlo realidad, especialmente en el marco del G-20. Recientemente la Comisión Europea ha dado un paso significativo, al proponer que la UE defienda en el próximo G-20 de Corea la TTF. Según el comisario Semeta, aplicada a nivel global, esta medida es posible, viable y necesaria para recaudar fondos adicionales para financiar políticas públicas globales.

¿Existen preguntas sin resolver? Sin duda hay detalles técnicos por perfilar, y deben alcanzarse acuerdos políticos sobre la aplicación de la tasa. Pero frente a las incógnitas, una certeza absoluta: la efectividad de una medida sencilla para recaudar recursos ingentes para la lucha contra la crisis en el mundo entero, sin afectar a los ciudadanos de a pie y a la sociedad en su conjunto.

Susana Ruiz es responsable de Gobernabilidad y Sector Privado del Departamento de Campañas y Estudios de Intermón Oxfam.

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